CRÍTICAS


La obra fotográfica de Luis Fernando Ceballos
Crítico de arte
Nueva York, septiembre de 2004


Tal como pusieron en claro las obras de varios artistas emergentes que participaron tanto en la Bienal del Whitney de 2004 como en la recién renovada “Open House” del Museo de Brooklyn, algunas de las propuestas más interesantes del arte contemporáneo están teniendo lugar en el terreno donde confluyen la fotografía y la tecnología digital. Y, con mucho, uno de los usos más imaginativos de este nuevo medio puede apreciarse en la producción del artista mexicano Luis Fernando Ceballos, quien ha realizado numerosas exposiciones en Estados Unidos y en Europa, y cuya exhibición individual más reciente, intitulada “Unreal Encounters”, fue albergada por la galería neoyorquina Jadite.

Nacido en Uruapan, Michoacán, México, en 1953, Ceballos fue honrado con el Premio Lorenzo el Magnífico, en la disciplina de fotografía, de la Bienal Internacional del Arte Contemporáneo de Florencia, Italia, en 2003. Este prestigioso galardón es sólo una de las muchas distinciones que ha obtenido el innovador artista a lo largo de su trayectoria expositiva, la cual se inició a mediados de la década de los setenta y se ha mantenido hasta la fecha con poderoso impulso.

La muestra realizada en Jadite Galleries, reconocida institución que ha presentado a muchos de los mejores creadores de España y Latinoamérica en el escenario de las artes de Nueva York, mostró a Ceballos en el punto culminante o de madurez de sus capacidades.

En sus fotografías, a menudo de gran formato, explora diversos aspectos culturales, filtrados a través de una sensibilidad profundamente influida por el surrealismo. De acuerdo con Teresa del Conde, quien dirigió el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México, André Breton, el “sumo sacerdote” del movimiento, descubrió que México era un “país surrelista por excelencia”, tras visitarlo en 1938. Después de todo, tal como Del Conde puntualiza, “una serie de elementos fantásticos han formado parte integral del repertorio visual de los artistas y artesanos mexicanos durante más de mil años”. La también crítica de arte atribuye la habilidad de éstos para “iluminar sutilmente aspectos ocultos o inesperados de la vida cotidiana” al “culto perpetuo a la muerte” prevaleciente en esa nación, así como al original modo en que el pueblo mexicano se las ha ingeniado para sincretizar el politeísmo precolombino con el catolicismo.

Ceballos continúa y expande dicha tradición, si bien desde una perspectiva radicalmente nueva, empleando la vanguardista tecnología de la fotografía digital, a fin de crear complejas composiciones donde la imaginería fantástica y la viveza del color conllevan un sentido de lo sobrenatural, de lo inefable.

Sus obras son extravagancias barrocas que incorporan máscaras, calaveras, personajes de extraños atavíos, estructuras arquitectónicas y elementos paisajísticos. Estos componentes disímbolos se fusionan para dar paso a un resultado casi psicodélico, intensificado por la audacia colorística de Ceballos. Tonalidades radiantes y hasta iridiscentes alumbran sus trabajos, dotando a los celajes, en particular, de una luminosidad dramática que comunica a sus imágenes una cualidad no terrenal y una fuerza visionaria, las cuales son absolutamente únicas.

Al emplear lo que es en esencia la técnica del collage, aunque carente de sus características superposiciones en virtud de la manipulación digital, Ceballos logra una fluidez pictórica que le permite evocar estremecedoras atmósferas a la manera de El Bosco. Este efecto es especialmente intenso en Al filo de los tiempos, díptico fotográfico premiado en la bienal florentina, donde nubes tormentosas, que se acumulan en un fulgurante cielo rojizo, y figuras portadoras de máscaras con muecas bizarras, que se congregan en un sombrío terreno montañoso, enmarcan al personaje principal, a saber, un infante crucificado. Colgando de una tosca cruz que ostenta la familiar inscripción de “INRI”, el Cristo Niño representa una impresionante atrocidad, una visión de sufriente inocencia, que imbuye de un poder peculiar a toda la imagen.
Menos desconsoladora pero igualmente inquietante es la obra que Ceballos intitula La reunión, donde la disposición formal y frontal de los tres enmascarados sentados recuerda las versiones grotescas que José Luis Cuevas, el gran artista gráfico mexicano, hizo de ciertos personajes de las pinturas cortesanas de Goya. Sin embargo, Ceballos ubica estas figuras (una suerte de hechicero flanqueado por dos acompañantes que lucen vestimentas peculiares) dentro de un cuadrado flotante en un espacio púrpura, preñado de sinuosas ramas serpentinas e iluminado por un estilizado sol resplandeciente. Así, el efecto conseguido es de naturaleza mucho más surrealista que cualesquiera de los alcanzados por Goya o Cuevas.

Del mismo modo, una maraña de ramas, motivo frecuente en el lenguaje visual de Ceballos, destacan en Discernimiento, elevándose como imponentes antenas por encima de la gran máscara predominante en la composición. Existe aquí la sugerencia de un ritual chamánico, pero la imaginería presente en todas las fotografías de Ceballos está abierta a una amplia gama de interpretaciones.

De hecho, es precisamente la cualidad subjetiva de sus imágenes lo que las vuelve tan misteriosas y seductoras, como puede constatarse también en Testigo silencioso, donde  otra figura enmascarada con indumentaria campesina parece emerger de un mar de ornamentadas vasijas de barro, teniendo como fondo la majestuosa arcada de un edificio eclesiástico.

¿Está aludiendo el artista a la convergencia antes mencionada de politeísmo precolombino y catolicismo? ¿O está refiriendo la utilización de máscaras por parte de Picasso en su obra maestra Les demoiselles d’Avignon? ¿O, acaso, nos está invitando a que extraigamos nuestros propios significados personales de este intrigante trabajo? En realidad, las respuestas a tales preguntas resultan por completo debatibles, porque es innegable el contundente poder de la imagen; ésta conmueve tanto al espectador, que no se requieren explicaciones racionales. Tal como sucede con el conjunto de las obras de Ceballos, la imagen se comunica con nosotros en el plano del inconsciente: todos nos hemos topado con seres y escenarios similares en nuestros sueños y pesadillas.

Con todo, las figuras fantasmagóricas no aparecen en la totalidad de las composiciones de Ceballos. El artista es capaz de transmitir este sentido de misterio incluso en fotografías pertenecientes al campo de la paisajística. Un ejemplo de ello es Nocturno, donde las torres y agujas de una catedral gótica trepan hacia el firmamento nocturno, el cual es animado por la veloz irrupción de un cometa. Aquí, también, una azucena atigrada y otras deslumbrantes formas florales flotan con ingravidez, realzando la atmósfera mágica.

En éstas y otras fotografías digitales de Ceballos, quien estudió en el taller del maestro mexicano Alfredo Zalce, así como en la Escuela Nacional de Pintura y Escultura La Esmeralda, de la ciudad de México, el artista se revela, en términos de imágenes, como un verdadero chamán, al nivel del Don Juan de Carlos Castaneda. Y el hecho de que combine tales poderes inmemoriales con una sensibilidad estética sofisticada y contemporánea, intensificada a través de la tecnología moderna, hace mucho más fascinante su obra artística.

Cuchillo de Carne
Óscar Alonso Molina
(Noia – Madrid. Julio de 2002)


Un Picasso estudia un objeto como disecciona un cadáver un cirujano.

Guillaume Apollinaire
-Los pintores cubistas-

La pintura de Luis F. Ceballos pone en evidencia que el cuerpo es un nudo de fuerzas; que por sus formas y volúmenes, antes que un significado pleno, pasan siempre las direcciones de energías y tensiones que lo organizan, el trazado de unas líneas de impulso que terminan por constituirlo. El cuerpo es, así pues, y antes que otra cosa, su sentido –nuestro idioma  permite aquí un juego de palabras pleno de ambigüedad, tal como dijera Barthes sobre el sens francés, que implica también, a su vez, significación y vectorización-.

Conque el cuerpo, pues, se articula en torno al movimiento de sus propias masas que es seguido de cerca por la cristalización de lo semántico. Iconografía gestual. Así que habremos de ponernos a buscar qué cuentan, qué dicen todas estas potentes pinturas tomando como punto de partida lo pregnante y decisivo que en ellas son las formas en que cristalizan la gestualidad y sus ritmos, la danza y su mímica. Fíjense, si no, en la enorme cantidad de manos lanzadas hacia arriba en toda su pintura reciente: sus expresivas, minúsculas manos, de afilados dedos, se reparten estratégicamente por la extensión del plano del cuadro salpicándolo de una señalética tan sugerente como misteriosa. Son hitos, o los enclaves señeros de una especie de cartografía celeste que convierte su pintura en una constelación: el vacío entre los signos decisivos. Abatida sobre ellas, nuestra mirada no hará, a partir de determinado momento, sino trazar líneas imaginarias que recompongan el cuerpo que imaginamos delimitado por sus puntos más significativos. Aquí una mujer, aquí un hombre, de frente, de perfil, medio cuerpo o cuerpo entero... La cara, un astro más, ayuda a ello.

Son casi como aquellos ejercicios bauhausianos donde la carne desaparecía ante nuestros propios ojos, quedando tan sólo un número limitado de articulaciones por medio de las cuales pudiéramos volver a reencarnar lo que había quedado tras la consunción: ¡tan sólo un fantasma! Ballets triádicos que hicieron las delicias de Schlemmer y los suyos, y que ahora, de manera lejana y mestiza, vemos reaparecer al otro lado del Atlántico, allá donde la diáspora de los de Weimar llegó de forma tardía pero duradera para aliarse con tradiciones impensadas. Notas satienescas, también, vibrando suspendidas en el silencio sin que ningún otro acorde o una línea melódica venga a rescatarlas de su extinción insobornable; una tras otra... Gymnopédies cuyo sentido queda en suspenso y que el final no recompone: a pesar de las apariencias, ¿quién podría recordarlas enteras en todos y cada uno de sus acentos? Sólo cabe, claro, reconocerlas en cada nueva audición.

También Marey y sus experimentos crono-fotográficos aventuraron el movimiento como una sucesión de instantes aislados encadenados, aunque inasibles al ojo humano de forma individual. Desarrollos lineales -humanos y animales- que sobre un fondo negro dejaban la estela de su recorrido a partir de puntos blancos hilvanados. (Otra vez los fantasmas, aparecidos en la oscuridad tenebrosa con su sábana luminiscente). Efectivamente, como cosidos entre sí, cada uno de los instantes daban la ilusión –y la explicación, el desenvolvimiento- de lo acaecido, justamente como Hume y su empirismo radical nos advertían desde hace tiempo. Entre medias de cada uno de ellos todo puede darse (paradoja de Aquiles y la tortuga). Si se piensa sobre todo esto con atención no sorprenderá descubrir cómo de todo aquello se derivarían poco más tarde algunas consecuencias fundamentales para el arte moderno. Así, por ejemplo, la constatación de una arbitrariedad en toda elección del momento pregnante, representativo por excelencia de acciones y gestas, aquel que hasta ese momento había sido uno de los mayores quebraderos de cabeza de la pintura –la de historia y la moralista, fundamentalmente-.

Incluso cubistas y futuristas resecaron la carne del cuerpo humano como único modo que encontraron de conservarla. El cuerpo se les caía entre las manos a pedazos (el ideal clasicista era por entonces ya insostenible). Y no es tanto que se les descompusiera en esa amalgama fétida de licores y humores gelatinosos que describe Poe en el extraordinario caso del Señor Valdemar (En el espacio de un minuto o aún menos, se encogió, se desmoronó, se pudrió bajo mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, quedó sólo una masa casi líquida, de repugnante, de abominable putrefacción), sino más bien de ese otro modo en que una milenaria momia reseca se desarma en una serie de fragmentos con sentido: aquí una pierna, aquí un brazo, la mano, el pie, la cabeza, la mandíbula, dedos... El aire decidido de pinturas negras que evocan las de Ceballos nos recuerda que esta lección de la vieja vanguardia francesa no le es ni desconocida ni ajena. Por su parte, la facetación en ángulos agudos, astillas, espinas, flechas, cuñas, etc. con que se congela un incesante movimiento –violento siempre, visceral y orgiástico a menudo-, así como su uso expansivo y casi agresivo del color, indica algo análogo en la dirección de los italianos coetáneos. Recortables igual que fugaces.

Fantasmas..., los veíamos aparecer un poco antes por aquí y por allá, y si quisiéramos los acabaríamos viendo en casi todas aquellas figuras de aspecto un tanto amenazante en las que Ceballos se recrea. Aunque lo más seguro es que una pulsión sincrética lata en lo más hondo de ellas, volviéndolas insondables ya a nuestra mirada; de ahí su extrañeza y exotismo.


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ALTES MUSEUM, BERLÍN, ALEMANIA, 2006

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